Los vi a todos, pequeños, indefensos, humanos. La elegí a ella porque en realidad no elegí a ninguno; y es que siento que en la muerte de un niño palestino, o un niño etiopí, va mi propia muerte. Porque también soy este mundo al que ciega su reflejo, no jalo el gatillo ni lanzo bombas ni opto por políticas absurdas, pero sí, soy parte del mundo.
Y que todos y cada uno de los niños de nuestra raza tengan la posibilidad de crecer, de observar y pensar el mundo, y tal vez en un arrebato, de transformarlo; en ese sueño sustento las palabras y por ese sueño le doy a Amira un rinconcito de mis pensamientos y un espacio abrigador en mi conversación.
Por eso yo adopto a Amira con sus 20 días, con su cuerpo herido, su padre inconsolable, su país en llamas, con su fragilidad que me hace responsable y con su ternura, que la hace similar a mi madre y a mi hermana. Por la posibilidad de un mundo en el que la guerra no devore bebés ni niños, por esa posibilidad, yo imagino a Amira.
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