miércoles, 16 de septiembre de 2015

¿Dijo usted "antisemitismo"?

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¿Dijo usted "antisemitismo"?

Silvana Rabinovich - ensayo

Como es sabido, en las discusiones políticas el recurso ad hominem está a la orden del día. Cuando se trata de discutir específicamente sobre la ocupación de Palestina por parte de Israel, hay un comodín que resulta bastante eficaz: el “antisemitismo”. Todo aquel que critique las acciones del gobierno israelí en turno será descalificado inmediatamente como “antisemita” (con la salvedad de que si quien profiere dichas críticas es judío, será catalogado como un “caso de auto-odio”). Quisiera detenerme en ambas descalificaciones para contribuir modestamente a una discusión algo más honesta, crítica y responsable sobre un tema que nos atañe también aquí, porque la tierra de Palestina/Israel funciona como una caja de resonancia de la violencia planetaria. Lejos de la pretensión de negar que exista ese flagelo llamado “antisemitismo”, considero necesario revisar las razones por las cuales se abusa de ese nombre hasta llegar a vaciarlo de sentido e incluso violentarlo para hacer que traicione su significación usándolo como arma preventiva-disuasiva.

¿Antisemitismo?

La etimología del término nos conduce a la Biblia hebrea y sus usos con fines políticos. En la primera generación post-diluviana se menciona a tres hijos de Noé: Sem, Cam y Jafet. La tradición señala que del linaje de Sem proviene el patriarca Abraham/Ibrahim y, por lo tanto, los pueblos hebreo y árabe. A Cam se le presenta como padre de los canaanitas, es decir, los pueblos originarios de la “tierra prometida”. En cuanto a Jafet, se le considera el origen de los pueblos europeos. Según el relato del Génesis, Cam cometió un acto impúdico con su padre y en consecuencia este lo maldijo. En cambio, por haber socorrido a su padre frente a la impudicia, Sem y Jafet fueron bendecidos: el dios de Sem será exaltado (más adelante esa deidad ordenará el sojuzgamiento y la expulsión de los pueblos canaaneos) y Jafet será “ensanchado”; mientras tanto, Cam purgará su condena como siervo de ambos.
En esos breves versículos bíblicos (que se encuentran en el umbral del pasaje de la Torre de Babel) repican los tambores de una marcha geopolítica: Jafet (Europa) vive en las tiendas de Sem (los descendientes de Isaac e Ismael, hijos de Abraham/Ibrahim) y ambos esclavizan a Cam. En el siglo XIX, autores como el historiador francés Ernest Renan, entre otros, anhelaban celebrar las “nupcias” de Sem y Jafet, identificando al primero con lo femenino y espiritual y al segundo con lo masculino y racional. (Sobre estos dos pedestales se erige el “orientalismo” que el ojo crítico del pensador palestino Edward Said supo detectar.) “Antisemita”, entonces, desde este punto de vista, sería aquel que está en contra del linaje de Sem, es decir, los descendientes de Isaac, como Jacob/Israel,… pero también de la estirpe de su hermano Ismael, a quien la tradición identifica como el ancestro de los pueblos árabes.
Desde la Edad Media se conoce el odio religioso a los judíos como antisemitismo, pero Hannah Arendt distingue entre ambos conceptos. Para la autora de Los orígenes del totalitarismo, el antisemitismo es una idea secular, un concepto político y social (relacionado además, entre otros, con un elemento religioso) que nace en Europa en la década de 1870. Como consecuencia de la integración de los judíos —resultado de los procesos de emancipación realizados desde el siglo XVIII y a lo largo del XIX—, se comenzó a manifestar cierto recelo por su ascenso social, que llevó a culparlos, por ejemplo, de la crisis económica de 1873 en Alemania. Desde entonces fueron sucediéndose manifestaciones políticas y sociales antisemitas hasta que dos décadas después, en Francia, el caso Dreyfus marcó un hito. Adicionalmente, a principios del siglo XX se publicaron Los protocolos de los Sabios de Sión en la Rusia zarista. Hitler se encargó de volver este libelo “razón de Estado”, reforzando su tesis antisemitas con elementos de eugenesia. Con este resumen compacto debe quedar claro que sí existió el antisemitismo (y aún existe). Sin embargo, el reduccionismo nacionalista que induce a la banalización del término, por quienes lo esgrimen fuera de contexto como contra-acusación, corre el riesgo de hacerle perder valor de verdad, ocasionando que, como reacción, un distraído o alguien malintencionado llegue a negar su existencia.
Desde la ética, el filósofo judío Emmanuel Lévinas —que conoció de cerca los horrores del hitlerismo— prefirió no restringir el antisemitismo a un sentido estrictamente nacionalista (sionista), dándole una significación universal. El autor de De otro modo que ser o más allá de la esencia considera al antisemitismo como el odio al otro ser humano (independientemente de la nación a la que pertenezca), un odio arraigado en el rechazo a su diferencia. Con esta definición abierta, “antisemitismo” es también el odio racista que campea en nuestro continente, un odio que ha mutado desde la Colonia, pero que no ha desaparecido. El giro conceptual que genera el filósofo lituano le confiere al término una significación que llega a contradecir los usos más frecuentes de este vocablo en nuestros días. Si bien Lévinas consideraba el amor al pueblo judío como un valor importante —y en su postura personal apoyaba las políticas del Estado de Israel—, su definición universal del antisemitismo tiene una proyección que excede sus propias decisiones personales. El antisemitismo en tanto odio del otro ser humano obliga —desde su planteamiento ético— a pensar que cuando los descendientes de Sem, bajo la influencia orientalista de los descendientes de Jafet, odian a otros seres humanos (también descendientes de Sem, pero a quienes se les hace purgar la condena de Cam), perpetran acciones que —estas sí— podrían ser calificadas de auto-odio: Abraham vs. Ibrahim (Sem-Israel vs. Sem-Ismael = ¿antisemita?)… En este sentido, la islamofobia es tan antisemita como la judeofobia.

¿Auto-odio?

Como decíamos más arriba, suele ocurrir que cuando un judío critica las políticas del Estado de Israel se le acusa automáticamente de odiarse a sí mismo. El argumento es por demás de tramposo. Aun en la Biblia se registra a personajes que se opusieron a los abusos del poder en el seno de su pueblo. Los profetas son el ejemplo más notorio. En nombre de las leyes sociales y morales, estos críticos reclamaban justicia y reprendían públicamente al rey. (El filósofo Enrique Dussel escribió hace poco que a nadie se le hubiera pasado por la cabeza acusar al profeta Jeremías de antisemita o de odiarse a sí mismo… y aclaremos que si hay un crítico amoroso, que amonesta al pueblo y a sus gobernantes desde el dolor, es precisamente el profeta.) Podría objetarse que ya no es tiempo de revelaciones ni de profecías. A esto es necesario responder, sin embargo, que la sed de justicia es perenne e insaciable.
Si se acusa a alguien de odio o de auto-odio, es necesario preguntarse por la interpretación del amor que sería la contraparte de este sentimiento. Se asocia al amor con la fidelidad (término que atañe también al campo semántico de la religión… y al del nacionalismo). Pero ¿quién es fiel? El que ama. ¿Y de qué modo es fiel? A la manera de la generosidad rigurosa que reconoce en la adulación una forma de odio. La fidelidad hacia la justicia obliga a la crítica, y esta —por ser amor— se abstiene de lisonjas.
Cuando una comunidad judía en alguno de los distintos países de la diáspora cierra filas con los lineamientos de las embajadas de Israel, lineamientos que en ocasiones son moralmente inaceptables —como los relativos a las últimas masacres en Gaza o en general a la ocupación de los territorios palestinos—, aun cuando cree conducirse por amor a su pueblo, no hace más que volverse cómplice de la injusticia. Cuando llama auto-odio al amor dolido de quienes alzan su voz para detener los actos antisemitas (en el sentido universal —levinasiano— del término) perpetrados por los israelitas en contra de los ismaelitas, confunde el amor a Israel con el odio a Ismael. Entonces, alega que es cuestión de “defensa”, y con ese nombre sigue llamando a un ejército de ocupación.[1]
El lenguaje se encuentra fuera de sus cabales: en este contexto se llama fidelidad a la complicidad con la injusticia, se denomina amor a la adulación y se interpreta como odio al amor responsable. En el horizonte de esta confusión del lenguaje se encuentra un hecho histórico brutal: la destrucción de los judíos europeos (jurbn en ídish, holocausto grecolatino o shoá hebrea). Europa persiguió a sus judíos logrando aniquilar a una gran parte del pueblo. Este hecho espeluznante (monstruoso y único como cada genocidio) hoy suele usarse para justificar la palabra “defensa” en las siglas del ejército de Israel. En el discurso político israelí este capítulo atroz de la historia europea funge como estandarte… en otro continente. Dicho en términos bíblicos: hacen pagar a Sem (el pueblo palestino), al modo de la condena de Cam (los pueblos canaaneos que por mandato divino debían ser sojuzgados, expulsados y en ciertos casos, exterminados), por los crímenes de Jafet (la Europa nazi).
So pretexto de la amenaza de un renovado exterminio que pondría en peligro la existencia del Estado de Israel (amenaza cuya factibilidad el general Mati Peled desmintió hace varias décadas), cualquier crítica a la ocupación y sus violencias —y llamemos por su nombre a actos genocidas como los ataques a Gaza— se descalifica como antisemita. Pero este insulto de doble filo dejó de ser funcional: cada vez con más fuerza se le responde que el antisemitismo reside en masacrar a los otros hijos de Sem (hoy el antisemitismo es ostensiblemente arabofóbico). Entonces la acusación se viste con un nombre largo: “deslegitimación del Estado de Israel”. El lenguaje otra vez se encuentra fuera de sus cabales, confunde legitimidad con legalidad, y lo hace por un camino que hace perder al individuo en el Estado, aquel que el filósofo israelí Yeshayahu Leibowitz llamaba por el viejo nombre (europeo también) de fascismo.
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