grande y monstruoso:
su casa derribada.
Las escaleras se volvieron un muro zigzagueante.
Los techos están al alcance de la mano.
Las ventanas
–una de ellas conserva de milagro
los cristales intactos–
dan al cielo
como el toldo panorámico de un coche
y Mohamed
tiene entre los escombros
un sitio para descubrir
camisas y cucharas enterradas,
juguetes polvorientos,
papeles que perdieron su sentido,
y tiene también un nuevo
territorio accidentado
para jugar a las escondidas
–hay tan pocos como ese en su patria bombardeada.
Allí no va a encontrarlo nadie
porque su hermano mayor ha muerto,
porque su hermana, Amira, está en el hospital
con el torso adornado por esquirlas,
porque sus padres van de un lado a otro,
oscilando como electrones entre los polos
del hospital y de la morgue.
No lo hallarán tampoco los misiles
porque esos otros juguetes de Israel
son tan inteligentes
que no repetirán una tarea ya cumplida
y no caerán por segunda vez
en ese mismo sitio
en donde ayer hubo una casa
y hoy, un juguete nuevo y grande,
regalo de Israel para Mohamed.
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